Tardes extrañas, desprotegidas, de esas en las que el frío abrasa las mejillas y achica las mangas del abrigo. Mis dedos se alargan en cualquier semáforo y rozan a extraños que esperan a mi lado el cambio de color. A veces me agarro a esas manos ajenas para poder cruzar la calle, con la mirada perdida en las infinitas cebras del suelo, dejándome llevar hasta que consigo deslizar el meñique por esos huecos que crean unas manos en reposo. Será por el calor que desprenden los cuerpos abrigados, o por esta epidemia de impares que asola la ciudad, pero son pocos aquellos que rechazan ese primer contacto. Mientras el tráfico acelerado y la caída de los mercados siguen su curso, yo acoplo mis dedos a una mano extraña. Me gusta la sensación que produce ese pulso constante en cada yema helada que voy asaltando.
Inmóvil, el otro, evita hacer gestos que delaten su turbación, hasta que, perfectamente complementarias, se funden nuestras manos. Llega entonces la reacción. Primero ese velo de sudores mezclados que rellenan los surcos de mis huellas, luego, el sincopado roce que producirá el aumento de las temperaturas.
El semáforo se pinta de verde mientras yo, en rojo, atravieso el asfalto, prendida a un cuerpo sin rostro hasta llegar al otro lado. Así, tan fácilmente como se creó ese lazo, ahora se deshace. Sigo mi camino y el dueño de esa mano continúa el suyo.
Y ahora, la derecha caliente y la izquierda muy fría, hasta llegar al próximo semáforo.
Huimos del contacto físico como de la peste.
ResponderEliminarQue no nos rocen, que no nos toquen, que no traspasen nuestro invisible perímetro de seguridad.
Por eso la protagonista o es ciega o cualquier día la ingresarán en un psiquiátrico.
Besos.
Guau Cristina. Impresionante radiografía metafórica de las cuitas monumentales de los in-dividuos que damos vida al siglo XXI.
ResponderEliminarMe gusta tu forma.
Me gusta tu contenido.
¡Olé!
Provocador al máximo éste relato.
ResponderEliminarAl leerlo se te pobla la imaginación de ciegos que reciben ayuda para cruzar, pero también de un posible mundo de esquizoides que gritan y se desbordan en un mundo que ya acostumbrado a ellos los toma controlándolos por fuerza pero con la cotidiana costumbre del loquero profesional.
Toro, tienes que probarlo en el próximo semáforo que te encuentres. Luego me cuentas ;)
ResponderEliminarDon Álvaro, su comentario sí que me ha impresionado, y es que viniendo de usted, no es para menos.
Qué queréis que os diga, yo soy de tocar, sobona por naturaleza, necesito el roce, el tacto (con o sin tacto, a veces soy descarada), besar, abrazar, todas esas cosas que estimulan los sentidos y a la vez te dejan sin sentido.
Besos y gracias.
Carlos, no había visto tu comentario, imagino que estaba escribiendo el mío mientras lo dejabas tú.
ResponderEliminarNo pensaba yo en un ciego cuando lo escribía, la verdad, pero me alegra que haya tenido en ti un efecto evocador.
Un abrazo y bienvenido.
¿Tocas a desconocidos por la calle?
ResponderEliminarA ver si un día en un semáforo en rojo coincidimos. Me ha gustado mucho este texto, Cristina, pones el ojo en situaciones tan cotidianas que para otros pasan desapercibidas. Hasta que te leemos.
Un fuerte abrazo.
Alexis.
Y que hacer con los daltónicos?
ResponderEliminarCuan placer me da leerte de nuevo.
Libélula
Placer el mío al verte por aquí ;)
ResponderEliminarBonita conversación la del otro día, por cierto.