martes, 30 de septiembre de 2014

Atracción

Nada como un té bajo el sol. La ciudad no es la misma desde hace semanas; me siento en las escaleras de la catedral y observo el incesante ir y venir de turistas y cámaras fotográficas, idiomas mezclados y banderolas de visitantes con guías. El sol calienta ya lo suficiente. Cierro los ojos y escucho el sonido de la plaza. Murmullos de acento diferente, algún flash, pasos más o menos decididos y niños que juegan al fútbol en  el campo de arriba.
Entreabro mis párpados y sorprendo a unos ojos que me miran; veloces, se desvían hacia otro lugar. Disimulo, finjo no haberme dado cuenta y bebo un sorbo de té. Con el vaso calentando mis manos, mi vista se pierde en la nada mientras escucho una historia para turistas en un idioma para mí indeterminado. Una especie de imán me hace girar la cabeza,  y de nuevo los mismos ojos esquivos se alejan de mi rostro. No puedo evitar una sonrisa al tiempo que vuelvo a darle la espalda. Observo la catedral e intento evadirme, pero siento sobre mí esos ojos escrutándome de nuevo. No me giro, continúo de espaldas. Esta vez se ha dado cuenta, sabe que lo sé. Hasta puedo intuir una media sonrisa y sus pupilas ávidas recorriendo mi cuerpo. Me decido a afrontar su presencia mientras apoyo la cabeza en mis rodillas. Ni siquiera me muestro incómoda, no me ruborizo, me gusta la situación. No sé cuánto tiempo pudimos pasar así, me pareció una eternidad, un tiempo imposible de cuantificar, dedicado tan sólo a alimentar nuestra vista, el uno del otro, memorizándonos y a la vez reconociéndonos en aquella situación, como viejos amigos, como antiguos amantes. 
El sol se oculta y decido que es el momento apropiado para irme. Lo miro una vez más en mi despedida. Al bajar las escaleras y llegar a su altura, echo unas monedas en la funda de violín que tiene a su lado. Nos miramos por fin directamente a los ojos y alargo mi mano hacia su cara. Sonrío, y una vez más, siento que los perros me comprenden a veces mejor que las personas. 

7 comentarios: